"Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo nacido de una mujer" (Gal 4,4). Desde los primeros tiempos del cristianismo, los creyentes escrutaron, maravillados, esta sencilla y deslumbradora frase del Apóstol San Pablo, que explicita, por decirlo así, la solemne afirmación del prólogo del evangelio de San Juan: "El Verbo se hizo carne". Procuraron penetrar en aquella mujer que suministró su carne al Verbo de Dios, de aquella creatura que llevó en su seno al Creador. En esta meditación orante y admirada, que no nacía de una simple curiosidad, sino del amor, la Iglesia se preguntó una y otra vez: ¿Quién es esta mujer, mencionada junto al Salvador en los pasajes más decisivos de la Sagrada Escritura? ¿Esta mujer cuya victoria sobre el demonio se predice desde las primeras páginas (cf. Gen 3,15) -en el momento más sombrío de la historia humana- y cuya dignidad insigne atestiguan los escritores sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento? ¿Esta mujer a quien un Arcángel saluda con profunda deferencia, a quien Isabel en el colmo del asombro proclama: Madre de mi Señor, bendita entre todas las mujeres, a quien el evidente del Apocalipsis contempla revestida de sol, con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas?
Los pastores de la Iglesia releyeron incansablemente y comentaron esas divinas palabras, que desplegaban su inagotable riqueza a medida que se las profundizaba. En sus escritos aparecerán delineados con creciente nitidez, con nuevos colores y facetas, los rasgos de aquella mujer que se llamaba María, y que desde el primer momento ocupó un lugar privilegiado en la vida y en el corazón de la Iglesia.
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