2. Con la definición papal del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María culminó un largo camino de discernimiento teológico y doctrinal de la Iglesia que duró varios siglos.
La decisión de Pío IX constituyó el culmen de una larga tradición de devoción por María Inmaculada. Desde los primeros siglos del cristianismo, y sobre todo en Oriente, la Iglesia ha celebrado la pureza de María. Los padres de la Iglesia la definían la “Panaghia”, es decir, la toda santa, santificada por el Espíritu Santo, “lirio purísimo”, “inmaculada”.
En Occidente, la tradición eclesial mantuvo siempre la doctrina de la Inmaculada Concepción, pero la evolución del dogma se vinculó al discernimiento teológico sobre la cuestión del pecado original. Las dificultades se planteaban en dos sentidos: en primer lugar, si María era una excepción, no habría necesitado ser redimida, con lo que la redención no podía considerarse universal, contradiciendo a san Pablo. El segundo problema lo planteaba el momento en el que María había quedado exenta del pecado, si antes o inmediatamente después de su concepción, pues no existía acuerdo en el modo en que se transmitía el pecado original.
La verdadera controversia comenzó en Europa en el siglo XII, con el surgimiento de las universidades y de la escolástica. El teólogo Anselmo de Canterbury elaboró entonces el concepto de prerredención, sosteniendo que a la Virgen le había sido aplicada la redención antes de su nacimiento. El franciscano Juan Duns (1265-1308), llamado Scoto por ser originario de Escocia, fue el autor de la máxima “Potuit, decuit, fecit” (Dios podía preservar a María, convenía, por tanto lo hizo): por tanto, la Inmaculada Concepción no era una excepción a la redención de Cristo, sino su más perfecta y eficaz acción salvífica.
La controversia, con todo, prosiguió y en 1439 la disputa fue llevada ante el Concilio di Basilea. Tras dos años de discusiones, los obispos declararon a la Inmaculada Concepción una doctrina piadosa conforme al culto católico, a la fe católica, al derecho racional y a la Sagrada Escritura, estableciendo que desde ese momento no se permitiría predicar o declarar algo opuesto. Sin embargo, al no tratarse de un concilio ecuménico, no se pudo pronunciar con la máxima autoridad.
En 1476, con el papa Sixto IV, la fiesta de la Concepción de María fue introducida en el Calendario romano.
Desde el siglo XVI, las grandes universidades se convirtieron en baluartes de defensa del dogma. Quien no jurase hacer lo que estuviese en su mano para defender la Inmaculada Concepción, no podía ser admitido como miembro en muchas universidades, como las de Bolonia, Nápoles, París, Colonia, Viena, Coimbra, Lovaina, Salamanca, Sevilla, Valencia, y antes de la Reforma, Oxford y Cambridge. También hubo órdenes religiosas dedicadas a su defensa, como los Frailes Menores, quienes en 1621 la eligieron como patrona, comprometiéndose a difundir la doctrina en público y en privado. A nivel de países, España tuvo un papel fundamental en la defensa del dogma.
El 8 de diciembre de 1661, el papa Alejandro VII promulgó la constitución “Sollicitudo omnium Ecclesiarum”, declarando que la inmunidad de María respecto al pecado original desde el primer momento de la creación de su alma y de su infusión en el cuerpo eran objeto de fe. También lo recogen los catecismos de Pedro Canisio (siglo XVI), Roberto Bellarmino (siglo XVII) y Jacques Bénigne Bossuet (siglo XVIII).
En 1830, Catalina Labouré (1806-1876), recibió una aparición de la Virgen, quien le confió la tarea de difundir en todo el mundo la “Medalla milagrosa”, con la imagen de María y con la inscripción “Concebida sin pecado”. La devoción que suscitó fue tan grande entre los fieles, que muchos obispos pidieron al papa Gregorio XVI la definición del dogma de la Inmaculada Concepción.
Las peticiones continuaron con su sucesor Pío IX, el cual instituyó una congregación especial de cardenales y miembros del clero secular y regular para que examinase cuidadosamente todo lo relativo a la Inmaculada. El pontífice envió también a todos los obispos católicos la encíclica Ubi primum de 1849, para que comunicasen qué devoción animaba a sus diocesanos hacia la Inmaculada Concepción de la Virgen, y sobre todo lo que los propios obispos opinaban al respecto.
En la “Ineffabilis Deus” (art 17), Pío IX confesó el “consuelo” que sintió al recibir las respuestas de los obispos, las cuales “con una increíble complacencia, alegría y fervor”, “no sólo reafirmaron la piedad” hacia la Inmaculada Concepción, sino que “también todos a una” (546 sobre 603 obispos que habían respondido) “ardientemente” pidieron la definición del dogma con un “supremo y autoritativo fallo”. Al mismo tiempo, también los miembros de la congregación especial habían “pedido con insistencia” al Papa dicha definición, así como un consistorio de cardenales.
Por ello afirmó y definió “que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano” (art 18).
Cuatro años después de la proclamación del dogma, en 1858, la Virgen se apareció en Lourdes (Francia) a la joven Bernadette Soubirous, diciendo: "Yo soy la Inmaculada Concepción ", significativa confirmación de la proclamación de Pío IX.
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda en n. 488 que "Dios envió a su Hijo, pero para formarle un cuerpo quiso la libre cooperación de una criatura”, y que para ser la Madre del Salvador, María fue "dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante" (490) , “desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida” (508).
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