¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?
Queridos diocesanos:
Acabamos de clausurar el Año Jubilar Extraordinario de la Misericordia. Ahora, el tiempo litúrgico del Adviento nos invita a fortalecer nuestra esperanza cristiana fundamentada en la venida del Hijo de Dios, hecho hombre, al mundo para nuestra salvación, y a recorrer el camino a lo esencial de nosotros mismos desde lo que hemos de configurar los valores que dan sentido a nuestra vida. Somos conscientes de que navegamos a veces atravesando la espesa niebla de la angustia en el mar de nuestra existencia. Ya en el tercer milenio del cristianismo nos preguntamos: ¿Hemos conocido el amor de Dios? ¿Cómo estamos siendo testigos de ese amor? Para vosotros, queridos diocesanos, y para mí son interrogantes a los que necesitamos darle una respuesta si queremos que la venida del Señor sea levadura que transforme y luz que ilumine nuestras vidas.
El nacimiento del Hijo de Dios nos motiva a proclamar con el salmista: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para mirar por él? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajos sus pies”[1]. Es el misterio del hombre, pequeño y grande a la vez, mortal e inmortal, terreno y celeste. Estas afirmaciones parecen un sueño en medio de una condición humana resquebrajada en la que Dios ha dejado de ser el origen y la meta, el sentido y la explicación última de la vida, y el hombre quiere configurarse a su gusto y medida. La Iglesia nos dice que “Cristo en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”[2].
Preparación para la Navidad
El Adviento nos ayuda a prepararnos espiritualmente para recibir al Señor que vino, está viniendo y vendrá. La profundidad del misterio se revela en estas palabras: “El Verbo si hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). San Juan Pablo II nos dejaba escrito que “Jesús es el hombre nuevo que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases de una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo; más aún, hacia la meta de la divinización a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria… Sólo porque el hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios”[3]. En esta providencia proclamamos: ¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad! (Lc 2, 14).
Fijemos nuestros ojos en el rostro de Cristo, pues en él descubriremos el rostro del hombre que hemos de mostrar en el peregrinar de nuestra vida, caminando desde Él para ser testigos de su amor. Nuestro compromiso es tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos a nosotros con su pobreza (cf. 2Cor 8, 9). No olvidemos que los pobres de cualquier condición son la puerta para encontrarnos con el rostro de Cristo que nos dijo: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos, y ciegos; y serás bienaventurado porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos” (Lc 14, 13-14). Normalmente cuando hacemos un banquete invitamos a parientes y amigos. Es la ley de la “reciprocidad comercial”. Ellos nos retribuirán después. Y Jesús nos dice que ahí no hay mérito, y propone la ley de la “generosidad gratuita”, buscando la recompensa divina, distinta de la recompensa humana que vicia a veces nuestras relaciones, y recordar lo que nos dice san Pablo: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hech 20, 35). No nos olvidemos de los pobres en estos días en los que intercambiamos regalos. Respetemos la dignidad propia de cada ser humano. De esto dependerá el futuro de nuestra civilización. “El amor fraterno sólo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga”[4].
Siempre alegres en el Señor
Ante los males que puedan sobrevenirnos, no olvidemos que Dios está cercano a nosotros. El Señor está cerca de los que lo invocan sinceramente, es decir, de los que acuden a él con fe recta, esperanza firme y caridad perfecta. La celebración de la Navidad nos trae el mensaje de que debemos estar siempre alegres en el Señor. Nuestra alegría ha de ser según Dios y según el cumplimiento de sus mandatos, siendo ejemplo de modestia y sobriedad. Dios nos ha hecho hijos en el Hijo, y esto conlleva vivir la fraternidad con los demás. Recordemos que sigue habiendo hogares con acuciantes problemas económicos, y que hay mucha gente que no tiene lugar en la posada de nuestra sociedad. Con todos ellos hemos de vivir la Navidad, ayudándoles con nuestra colaboración económica y llevándoles la Luz que brilló en Belén. ¡Siempre es Navidad! ¡Feliz Navidad!
Os saluda con afecto y bendice en el Señor,
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.
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