La Iglesia sintió la necesidad de definir el misterio de María en cuatro dogmas: los dos primeros, su Virginidad perpetua (proclamado en Constantinopla, siglo IV, y en el II Concilio de Letrán) y su Maternidad divina (proclamada en el Concilio de Éfeso, en el año 431, por el papa Celestino I) fueron necesarios para equilibrar, contra diversas posiciones disgregadoras en el cristianismo naciente, que su Hijo era verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. gracias a ella descubrimos la completa y verdadera personalidad de Jesucristo, nuestro Señor.
Los otros dos dogmas, más recientes, son el de la Inmaculada Concepción (proclamado el 8 de diciembre de 1854, en la Bula Ineffabilis Deus, por el papa Pío IX), y el de su Asunción (proclamado en 1950 por Pío XII), porque ambos son complementarios y porque ambos, definidos en nuestros días, quieren salir en defensa del hombre, de cada uno de nosotros.
¿En qué sentido afirmamos lo anterior? María nos recuerda que, desde el siglo XVI, con el triunfo de determinadas ideas renacentistas, el hombre moderno se ha ido endiosando más y más; pero, paradógicamente, también desde el siglo XVI, con el nacimiento del protestantismo, el ser humano se ha rebajado, hundido y minusvalorado como nunca antes.
Ambos dogmas, la Inmaculada y la Asunción, con definidos con valentía y sin complejos por grandes Papas de nuestro tiempo para equilibrar nuestra humanidad. Y ello para que no triunfen la gloria y el ensalzamiento del hombre a costa de la muerte y desaparición de Dios, ni la gloria y ensalzamiento de Dios a costa de la negación del hombre.
Pío IX, el día 8 de diciembre de 1854, hace 160 años, declaró: "Eres Inmaculada por haber sido preservada de toda mancha de pecado original desde el primer instante de tu concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano" (Bula Ineffabilis Deus [DS 2803]).
Desde la dimensión bíblica, este dogma viene a cumplir y confirmar lo escrito proféticamente en el Antiguo Testamento por el profeta Oseas: "Yo seré su esposo para siempre, en justicia y en derecho, en amor y en misericordia y en fidelidad" (Os 2, 21-22). Y también lo expresado en el Cantar de los Cantares: "Eres toda hermosa, amiga mía, y tacha de pecado no hay en tí, mi esposa" (Cant 4, 7-8).
Desde el misterio de su Hijo Jesús, este dogma ofrece dos caras: no es tan sólo algo negativo: (ser preservada del pecado original), sino algo muy positivo (ser la llena de gracia, "κεχαριτομένη"). En María descubrimos, por este dogma de la Inmaculada, nuestro gran secreto: hemos sido creados para Cristo, en Cristo, con Cristo. "Si vivimos -nos dirá san Pablo- vivimos para Cristo; si morimos, morimos para Cristo; en la vida y en la muerte somo de Cristo" (Rm 14, 8).
Pero además, desde el misterio de la Iglesia, María Inmaculada es signo y símbolo del resto santo de Israel, de la nueva Jerusalén que peregrina hacia su patria definitiva. Por ello, este dogma se une estrecha e íntimamente al de la Asunción, definido por Pío XII en 1950. Ambos dogmas se complementan -como ya dijimos-.
Visto desde la Iglesia, tanto el misterio de la Inmaculada como el de la Asunción nos indican nuestro origen y nuestro fin: salimos de Dios, volveremos a Él.
Ambos, Inmaculada y Asunción, nos invitan insistentemente a recobrar la esperanza. Pero, ¿en qué? En que existe otra vida para siempre; por ello aquí sólo somos peregrinos, estamos de paso.
¿En qué sentido afirmamos lo anterior? María nos recuerda que, desde el siglo XVI, con el triunfo de determinadas ideas renacentistas, el hombre moderno se ha ido endiosando más y más; pero, paradógicamente, también desde el siglo XVI, con el nacimiento del protestantismo, el ser humano se ha rebajado, hundido y minusvalorado como nunca antes.
Ambos dogmas, la Inmaculada y la Asunción, con definidos con valentía y sin complejos por grandes Papas de nuestro tiempo para equilibrar nuestra humanidad. Y ello para que no triunfen la gloria y el ensalzamiento del hombre a costa de la muerte y desaparición de Dios, ni la gloria y ensalzamiento de Dios a costa de la negación del hombre.
Pío IX, el día 8 de diciembre de 1854, hace 160 años, declaró: "Eres Inmaculada por haber sido preservada de toda mancha de pecado original desde el primer instante de tu concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano" (Bula Ineffabilis Deus [DS 2803]).
Desde la dimensión bíblica, este dogma viene a cumplir y confirmar lo escrito proféticamente en el Antiguo Testamento por el profeta Oseas: "Yo seré su esposo para siempre, en justicia y en derecho, en amor y en misericordia y en fidelidad" (Os 2, 21-22). Y también lo expresado en el Cantar de los Cantares: "Eres toda hermosa, amiga mía, y tacha de pecado no hay en tí, mi esposa" (Cant 4, 7-8).
Desde el misterio de su Hijo Jesús, este dogma ofrece dos caras: no es tan sólo algo negativo: (ser preservada del pecado original), sino algo muy positivo (ser la llena de gracia, "κεχαριτομένη"). En María descubrimos, por este dogma de la Inmaculada, nuestro gran secreto: hemos sido creados para Cristo, en Cristo, con Cristo. "Si vivimos -nos dirá san Pablo- vivimos para Cristo; si morimos, morimos para Cristo; en la vida y en la muerte somo de Cristo" (Rm 14, 8).
Pero además, desde el misterio de la Iglesia, María Inmaculada es signo y símbolo del resto santo de Israel, de la nueva Jerusalén que peregrina hacia su patria definitiva. Por ello, este dogma se une estrecha e íntimamente al de la Asunción, definido por Pío XII en 1950. Ambos dogmas se complementan -como ya dijimos-.
Visto desde la Iglesia, tanto el misterio de la Inmaculada como el de la Asunción nos indican nuestro origen y nuestro fin: salimos de Dios, volveremos a Él.
Ambos, Inmaculada y Asunción, nos invitan insistentemente a recobrar la esperanza. Pero, ¿en qué? En que existe otra vida para siempre; por ello aquí sólo somos peregrinos, estamos de paso.
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