Hemos comenzado el tiempo de Cuaresma hace tres días,
mediante el rito de purificación y penitencia de la ceniza, y haciéndonos
propósitos relativos al ayuno, la limosna y la oración; es decir, con el
propósito de mejorar nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás y
con Dios. Pero, al hacerlo, descubrimos casi inmediatamente nuestra debilidad,
que se manifiesta especialmente en la tentación. Por eso, la Palabra de Dios
nos invita a reflexionar en este primer domingo de Cuaresma sobre esta realidad
tan humana, y que, por eso, también experimenta Cristo.
Comienza el Evangelio diciendo que Jesús fue llevado al
desierto por el Espíritu. Sucede después del Bautismo en el Jordán. Allí Jesús
escuchó la voz que le llamaba “mi hijo amado, el elegido”. ¿Por qué
precisamente después se va Jesús al desierto llevado por el Espíritu? ¿Es que
no fue suficiente con la experiencia del Jordán? Esta secuencia expresa una ley
de vida, especialmente en la experiencia religiosa: Dios nos elige
gratuitamente, pero nosotros debemos responder eligiéndolo a Él, y esta
respuesta debe superar enormes dificultades y tentaciones, es una verdadera
lucha, un camino por el desierto. En Jesús, hijo de Dios, pero hombre en
sentido pleno, también es así. Por ello, estas tentaciones no son sólo
experiencias puntuales que Jesús sintió una vez y superó para siempre, sino que
son las tentaciones permanentes de todo su ministerio, que son además las
tentaciones básicas o axiales a las que estamos sometidos todos los seres
humanos.
Que las piedras se conviertan en pan es la tentación ligada
a nuestras necesidades y a nuestra debilidad, la de usar del poder de que
disponemos (y todos disponemos de alguno: responsabilidad, capacidad de
decisión, conocimientos, etc.) en propio beneficio y no para aquello que se nos
ha concedido. El tentador dice: “Si eres el Hijo de Dios...” La tentación a
veces nos quiere convencer halagándonos: oye, que eres el director, para algo
te han dado la responsabilidad, además tú tienes también tus necesidades, el
que parte y reparte se lleva la mejor parte... Pero las piedras no son pan y yo
no tengo derecho a cambiar las cosas simplemente en beneficio propio.
La segunda situación
es una oferta tentadora: el tentador le ofrece a Jesús lo que éste realmente
quiere: el mundo entero. Jesús quiere ganar el mundo para Dios. Pero el
tentador le ofrece alcanzar esa meta buena postrándose ante el mal. Es una
tentación frecuente (realmente diabólica) tratar de conseguir buenos fines con
malos medios. Es la teoría, defendida o condenada, pero tantas veces
practicada, de que el fin justifica los medios. Eso significa inclinarse ante
el mal y adorarle.
En la tercera (“tírate del alero del templo”) más que ser
nosotros tentados, tratamos de tentar a Dios. De nuevo “si eres Hijo de Dios”:
si eres creyente y Dios existe que haga esto o lo otro... De qué sirve creer en
Dios si luego no te va mejor que a los demás. Jesús pudo tener la tentación de
hacer cosas maravillosas para suscitar la aceptación de los demás. A veces
claramente fue tentado en este sentido por otros, como Herodes que le pidió
hacer algún milagro. Jesús siempre se negó a tentar a Dios, a usar su poder
como magia o espectáculo, a seguir el camino del éxito fácil. Nunca hizo
milagros para suscitar la fe, sino que exigía la fe como condición para curar,
liberar, perdonar. La fe, condición y no consecuencia de los milagros de Dios,
no puede ser un negocio.
Jesús ha elegido otro camino: ni se aprovecha, ni se alía
con el mal, ni busca el aplauso fácil. Elige a Dios, se somete a su voluntad,
camina por la senda empinada y entra por la puerta estrecha: es el camino del
servicio, de la verdad y de la entrega, el camino que le lleva a Jerusalén,
donde entregará su vida en la Cruz.
Es el camino de la autenticidad y de los bienes verdaderos,
duraderos y que nos salvan. En Jesús vemos que, sin bien la tentación es
inevitable, no lo es el ceder a ella. Y si, en ocasiones, es bien difícil
superarla, unidos a Cristo, que ha vencido al tentador, es posible. Si a veces
sentimos que nuestra debilidad ha sido mayor que nuestra resolución y voluntad
de bien, podemos volver al Maestro bueno que se ha sometido a la tentación por
amor nuestro, y recibir de Él el perdón, “pues no tenemos un sumo sacerdote
incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado
todas como nosotros, menos el pecado” (Hb 4, 15).
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