El pueblo cristiano ha venerado siempre, con profunda gratitud, a la Bienaventurada Virgen María, contemplando en Ella la Causa de toda nuestra verdadera Alegría.
En efecto, acogiendo la Palabra Eterna en su seno inmaculado, María Santísima dio a luz al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, único Salvador del mundo. En El, Dios mismo vino al encuentro del hombre, lo levantó del pecado y le donó la Vida eterna, es decir Su misma Vida. Adhiriéndose a la Voluntad de Dios, Dio, por tanto, María participó, de modo único e irrepetible, en el misterio de nuestra redención, convirtiéndose así en Madre de Dios, Puerta del Cielo y Causa de nuestra Alegría.
De modo análogo, la Iglesia toda mira, con admiración y profunda gratitud, a todas las madres de los sacerdotes y de cuantos, recibida esta altísima vocación, han emprendido el camino de formación, y con profunda alegría me dirijo a ellas.
Los hijos, que ellas acogieron y educaron, fueron elegidos por Cristo desde la eternidad, para convertirse en sus “amigos predilectos” y, así, vivo e indispensable instrumento de su Presencia en el mundo. Por medio del sacramento del orden, la vida de los sacerdotes es definitivamente asumida por Jesús e inmenrsa en El, de modo que en ellos, es Jesús mismo el que pasa y actúa entre los hombres.
Este misterio es tan grande que el sacerdote es también llamado “alter Christus” –“otro Cristo”. Su pobre humanidad, elevada por la fuerza del Espíritu Santo a una nueva y más alta unión con la persona de Jesús, es ahora lugar del Encuentro con el Hijo de Dios, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Cuando cada sacerdote enseña la fe de la Iglesia, es Cristo el que habla en él, habla al Pueblo; cuando, prudentemente, guía a los fieles a el confiados, es Cristo el que apacienta a las propias ovejas; cuando celebra los sacramentos, en modo eminente la Santísima Eucaristía, es Cristo mismo el que a través de sus ministros, obra la Salvación del hombre y se hace realmente presente en el mundo.
La vocación sacerdotal, normalmente, tiene en la familia, en el amor de los padres y en la primera educación en la fe, aquél terreno fértil en el cual la disponibilidad a la voluntad de Dios puede radicarse y extraer la indipensable nutrición. Al mismo tiempo, cada vocación es, incluso para la misma familia en la que surge, una irreductible novedad, que huye a los parámetros humanos y llama a todos, siempre, a la conversión.
En esta novedad, Cristo actúa en la vida de aquellos que ha elegido y llamado, todos los familiares –y las personas más cercanas– están implicadas pero es ciertamente única y especial la participación que corresponde a la madre del sacerdote. Únicas y especiales son los consuelos espirituales que le afluyen por haber llevado en su seno a quien se ha convertido en ministro de Cristo. Toda madre no puede sino alegrarse en ver la vida del propio hijo, no sólo realizada sino investida de una especialísima predilección divina que abraza y transforma para la eternidad.
Si aparentemente, en virtud de la vocación y la ordenación, se produce una inesperada “distancia”, respecto a la vida del hijo, misteriosamente más radical de toda otra separación natural, en realidad la bimilenaria experiencia de la Iglesia enseña que la madre “recibe” al hijo sacerdote en un modo totalmente nuevo e inesperado, tanto como para ser llamada a reconocer en el fruto del propio seno, por voluntad de Dios, un “padre”, llamado a generar y acompañar la vida eterna en una multitud de hermanos. Cada madre de un sacerdote es misteriosamente “hija de su hijo”. Hacia él podrá ejercer también una nueva “maternidad”, en la discreta, pero eficacísima e inestimablemente valiosa, cercanía de la oración y en la ofrenda de la propia existencia por el ministerio del hijo.
Esta nueva “paternidad”, a la que el seminarista se prepara, que al sacerdote es donada y de la cual el Pueblo Santo de Dios se beneficia, necesita ser acompañada por la oración asidua y por el personal sacrificio, para que la libertad de adhesión a la voluntad divina se renueve y robustezca continuamente, para que los sacerdotes no se cansen nunca, en la cotidiana batalla de la fe y unan, cada vez más totalmente, la propia vida al sacrificio de Cristo Señor.
Tal obra de auténtico sostén, siempre necesaria en la vida de la Iglesia, parace hoy más urgente que nunca, sobre todo en nuestro Occidente secularizado, que espera y pide un nuevo y radical anuncio de Cristo y las madres de los sacerdotes y de los seminaristas son un verdadero “ejército” que, desde la tierra eleva al Cielo oraciones y ofrendas y, todavía más numeroso, desde el Cielo intercede para que cada gracia sea derramada sobre la vida de los sacros pastores.
Por esta razón, deseo con todo el corazón animar y dirigir un particularísimo agradecimiento a todas las madres de los sacerdotes y seminaristas y –junto a ellas- a todas las mujeres, consagradas y laicas, que han acogido, también por la invitación dirigida a ellas durante el Año Sacerdotal, el don de la maternidad espiritual hacia los llamados al ministerio sacerdotal, ofreciendo la propia vida, la oración, los propios sufrimientos y las fatigas, como también las propias alegrías, por la fidelidad y la santificación de los ministros de Dios, haciéndose así partícipes, a título especial, de la maternidad de la Santa Iglesia, que tiene su modelo y su cumplimiento en la divina maternidad de María Santísima.
Un especial agradecimiento, por último, se eleve hasta el Cielo, a aquellas madres, que, llamadas ya de esta vida, contemplan ahora plenamente el esplendor del Sacerdocio de Cristo, del cual sus hijos se ha convertido en partícipes, y por ellos interceden, en modo único y, misteriosamente, mucho más eficaz.
Junto a los más sentidos augurios por un Año Nuevo de gracia, de corazón imparto a todas y a cada una la más afectuosa bendición, implorando para vosotras de Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y de los sacerdotes, el don de una cada vez más radical identificación con Ella, discípula perfecta e Hija de su Hijo.
Mauro Card. Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
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