Pasado el verano le ofrecieron diversas responsabilidades. Pero él, aconsejado por su amigo y confesor, el sacerdote don Cafasso, vivió y estudió en el Colegio Eclesiástico de Turín, en el que los jóvenes sacerdotes que lo deseaban, podían continuar sus estudios tres años más. Al tiempo que se ejercitaban en la pastoral por las parroquias, escuelas y hospitales de la capital del Piamonte, profundizaban la teología y la moral cristiana. Dirá años más tarde Don Bosco: “Allí aprendíamos a ser sacerdotes”. Don Cafasso acompaña al joven sacerdote a las prisiones de Turín, en donde Don Bosco experimenta la maldad humana y queda impresionado al comprobar la cantidad de chicos de doce a dieciocho años, sanos, robustos e inteligentes, que allí se hallaban ociosos, en condiciones infrahumanas, dejados de la mano de Dios y de los hombres. Muchos de ellos salían de aquel lugar, cumplida la condena, con el propósito firme de iniciar una vida mejor, pero la mayoría recaían al no encontrar la ayuda necesaria. Don Bosco recapacita: “¿Quién sabe si estos muchachos, de encontrar un amigo que les ayudare, les enseñara y les formara cristianamente, no se verían libres de esta vida?”.
Hemos de tener presente que en 1841 Turín está sufriendo los efectos de la primera revolución industrial, que provoca compactas olas de inmigración, sobre todo juvenil, de la zona rural depauperada por las guerras y las malas cosechas, a la ciudad. Estos jóvenes se encuentran solos, sin familia, durmiendo por la calle, en trabajos más remunerados y en situaciones de verdadera explotación infantil y juvenil. Adolescentes y jóvenes sin instrucción ninguna, obligados a trabajar todos os días de la semana, en manos de patrones sin escrúpulos. La mayoría abandonaba la práctica religiosa, y muchos de ellos, obligados por la necesidad y a menudo por el hambre se veían empujados a delinquir.
Algunos miembros de la burguesía, impulsados por la caridad cristiana o por la filantropía, se planteaban el problema de las clases populares explotadas por la situación social; algunos sacerdotes en Milán, Turín y otras ciudades preindustriales buscaban soluciones y se acercaban a los jóvenes. El joven sacerdote Juan Bosco se encuentra entre ellos.
Cuando todavía llevaba pocas semanas en el Colegio Eclesiástico tiene lugar un encuentro que marcará su futuro. El día de la fiesta de la Inmaculada de aquel año 1841, estaba revistiéndose con los ornamentos litúrgicos para celebrar la misa en la iglesia de san Fracisco, cuando el sacristán, viendo a un chico que por allí pasaba le invitó a que ayudara como monaguillo en aquella celebración. El muchacho se excusó porque no sabía ayudar a misa. Enfadado el sacristán lo echó fuera a patadas. Don Bosco, dolido por la escena, llamó al chico, que se llamaba Bartolomé Garelli, y le invitó a que asistiera a la celebración. Acabada la misa, de nuevo en la sacristía, le preguntó si ya había hecho la primera comunión, si se había confesado alguna vez, si asistía a la catequesis. Llegado a este punto, el muchacho contestó: “Me gustaría pero no me atrevo, porque mis compañeros saben el catecismo y yo no, aunque soy mayor que ellos; me avergüenza ir”. “Si yo te enseñara catecismo aquí, ¿vendrías?”, le preguntó de nuevo. “Con mucho gusto vendría, siempre y cuando no me vuelvan a pegar”. “Estate tranquilo –le replicó Don Bosco- nadie volverá a pegarte: serás mi amigo y estaremos tú y yo solos. ¿Quieres que empecemos ahora mismo la catequesis?”.
A este primer muchacho, se le unieron al domingo siguiente otros, y después otros. Durante aquel invierno Don Bosco fue recogiendo aprendices que llegaban de los pueblos del Piamonte a Turín buscando trabajo en la nueva ciudad industrial que crecía de día en día. También se ocupa de la visita de las prisiones, con don Cafasso, y de invitar a los que salen de ellas para que frecuenten el grupito de los que se reunían cada día festivo en la capilla de San Francisco. Descubrió entonces que los jóvenes delincuentes si hallan una mano amiga que se preocupe por ellos, les proporcione enseñanza y formación, les ayude a encontrar trabajo y les visite cada semana, recuperaban fácilmente una vida honrada, superando el pasado y llegando a ser buenos cristianos y honestos ciudadanos. Éste es el origen de la Obra de Don Bosco a favor de la juventud necesitada, que se llamará en aquella época el Oratorio de San Francisco de Sales.
Hemos de tener presente que en 1841 Turín está sufriendo los efectos de la primera revolución industrial, que provoca compactas olas de inmigración, sobre todo juvenil, de la zona rural depauperada por las guerras y las malas cosechas, a la ciudad. Estos jóvenes se encuentran solos, sin familia, durmiendo por la calle, en trabajos más remunerados y en situaciones de verdadera explotación infantil y juvenil. Adolescentes y jóvenes sin instrucción ninguna, obligados a trabajar todos os días de la semana, en manos de patrones sin escrúpulos. La mayoría abandonaba la práctica religiosa, y muchos de ellos, obligados por la necesidad y a menudo por el hambre se veían empujados a delinquir.
Algunos miembros de la burguesía, impulsados por la caridad cristiana o por la filantropía, se planteaban el problema de las clases populares explotadas por la situación social; algunos sacerdotes en Milán, Turín y otras ciudades preindustriales buscaban soluciones y se acercaban a los jóvenes. El joven sacerdote Juan Bosco se encuentra entre ellos.
Cuando todavía llevaba pocas semanas en el Colegio Eclesiástico tiene lugar un encuentro que marcará su futuro. El día de la fiesta de la Inmaculada de aquel año 1841, estaba revistiéndose con los ornamentos litúrgicos para celebrar la misa en la iglesia de san Fracisco, cuando el sacristán, viendo a un chico que por allí pasaba le invitó a que ayudara como monaguillo en aquella celebración. El muchacho se excusó porque no sabía ayudar a misa. Enfadado el sacristán lo echó fuera a patadas. Don Bosco, dolido por la escena, llamó al chico, que se llamaba Bartolomé Garelli, y le invitó a que asistiera a la celebración. Acabada la misa, de nuevo en la sacristía, le preguntó si ya había hecho la primera comunión, si se había confesado alguna vez, si asistía a la catequesis. Llegado a este punto, el muchacho contestó: “Me gustaría pero no me atrevo, porque mis compañeros saben el catecismo y yo no, aunque soy mayor que ellos; me avergüenza ir”. “Si yo te enseñara catecismo aquí, ¿vendrías?”, le preguntó de nuevo. “Con mucho gusto vendría, siempre y cuando no me vuelvan a pegar”. “Estate tranquilo –le replicó Don Bosco- nadie volverá a pegarte: serás mi amigo y estaremos tú y yo solos. ¿Quieres que empecemos ahora mismo la catequesis?”.
A este primer muchacho, se le unieron al domingo siguiente otros, y después otros. Durante aquel invierno Don Bosco fue recogiendo aprendices que llegaban de los pueblos del Piamonte a Turín buscando trabajo en la nueva ciudad industrial que crecía de día en día. También se ocupa de la visita de las prisiones, con don Cafasso, y de invitar a los que salen de ellas para que frecuenten el grupito de los que se reunían cada día festivo en la capilla de San Francisco. Descubrió entonces que los jóvenes delincuentes si hallan una mano amiga que se preocupe por ellos, les proporcione enseñanza y formación, les ayude a encontrar trabajo y les visite cada semana, recuperaban fácilmente una vida honrada, superando el pasado y llegando a ser buenos cristianos y honestos ciudadanos. Éste es el origen de la Obra de Don Bosco a favor de la juventud necesitada, que se llamará en aquella época el Oratorio de San Francisco de Sales.
San Francisco de Sales, obispo de Ginebra en el siglo XVII era presentado a los seminaristas de la época como modelo de sacerdote, por su celo apostólico en medio de grandes dificultades, y por su carácter amable, paciente y dialogante. Don Bosco había aprendido a imitarle y a seguir su ejemplo en la época de seminarista. De hecho, en sus propósitos de cara a la ordenación sacerdotal este figuraba de forma explícita. Su obra entera la pondrá bajo el patrocinio de este santo pastor.
Don Bosco elige su campo e trabajo entre los jóvenes delincuentes salidos de la prisión, pero sobre todo entre los pre-delincuentes a quienes prodiga sus atenciones educativas para evitarles la experiencia de pasar por la cárcel: peones, limpiachimeneas, aprendices de albañil y de los oficios más variados pasarán por el Oratorio de Don Bosco.
Aquel Oratorio se organizaba los días festivos, cuando decenas de muchachos se reunían a la puerta de una iglesia determinada para asistir a la misa que celebraba Don Bosco. A continuación se iba a un prado de las afueras de la ciudad en donde se organizaban los juegos más variados para entretener a aquel grupo de mozalbetes, con ganas de correr, saltar y gritar. Por la tarde, después de comer y de jugar otro rato, se ensayaban cantos, se procedía a dar una catequesis apropiada para ellos y entretenida, seguida de una breve oración. Después se distribuían algunos premios o regalos entre todos, o a suertes. Y se les despedía hasta el domingo o la fiesta siguiente. Durante la semana Don Bosco visitaba a sus muchachos en sus lugares de trabajo. Ellos, sin padres ni parientes, estaban contentos de tener un amigo que se preocupaba y les visitaba.
Es fácil imaginar que aquel jolgorio molestara a los vecinos y preocupara, incluso, a las autoridades que, en una época socialmente muy inquieta, temían una revolución obrera o juvenil. Don Bosco se hizo sospechoso y era vigilado por la policía. Hasta fue acusado de locura por otros sacerdotes debido a sus sueños de entregarse a la educación de los jóvenes aprendices.
El domingo de Pascua de 1846, 12 de abril, Don Bosco inaugura una capillita que había adaptado en una casa medio abandonada alquilada a la familia Pinardi unos días antes, en las afueras de Turín, en una zona llamada Valdocco. ¡El Oratorio tiene ya por fin un lugar propio y estable donde reunirse! Pero le hacen falta ahora libros de texto para enseñar a aquellos chicos, no sólo la formación cristiana básica, sino también la historia, la aritmética...Y Don Bosco roba horas a su descanso nocturno para escribir aquellos libros para sus muchachos.
El agotamiento, el estrés diríamos hoy, se produce finalmente, a pesar de ser de constitución atlética y robusta. Don Bosco cae enfermo a principios de julio y está a punto de morir: le administran el sacramento de la unción de los enfermos. Sus amigos, los chicos del Oratorio, se pasan los días orando por su salud. Se recupera, al cabo de una semana ya se halla fuera de peligro. En oraciones de sus muchachos, desde entonces su vida entera estaría dedicada a ellos. Se ha de tomar unas largas vacaciones y marcha a su pueblo, a casa de su madre. Allí, la vida del campo, la compañía de su madre, de su hermano José y de sus sobrinos, le ayudan a recuperar totalmente las fuerzas y hacer nuevos planes de futuro.
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