miércoles, 3 de diciembre de 2025

II Domingo de Adviento, A

 En este domingo de Adviento se nos presenta la figura de Juan el Bautista, que grita en el desierto: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos». No es un hombre tranquilo ni de palabras bonitas: es claro, directo, casi incómodo. Y, sin embargo, justamente por eso nos hace un gran regalo: nos despierta. Adviento no es un tiempo para el “ya lo haré”, sino para dejarnos tocar el corazón ahora. La llamada de Juan no va dirigida solo a “los demás”, sino a cada uno de nosotros, también a quienes ya vamos a Misa, rezamos y pensamos que “más o menos estamos bien”. Él nos recuerda que siempre hay en nuestra vida cosas que enderezar, actitudes que purificar, orgullos que soltar, heridas que presentar al Señor.

Cuando Juan habla del hacha puesta a la raíz del árbol y del fuego que quema la paja, no nos está presentando a un Dios vengativo, sino a un Dios serio, que toma en serio nuestra libertad y nuestro amor. Dios quiere separar en nosotros lo que es grano de lo que es paja: lo que es amor verdadero de lo que es pura apariencia. El Mesías que viene —Jesús— no se contenta con un barniz religioso; Él desea un corazón sincero, un cambio real de vida. Por eso Adviento es un tiempo para pedir: “Señor, no dejes que me acostumbre a vivir en automático; ayúdame a preparar tu camino en mi interior, a abrirte espacios concretos: en mi oración, en mi familia, en mi trabajo, en mis relaciones”. Si nos dejamos trabajar por Él, el fuego del Espíritu Santo no destruye, sino que purifica y calienta: quema lo que sobra y hace crecer en nosotros una vida más libre, más limpia y más parecida a la de Jesús.

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