Cuando aquel mocetón, en una taberna romana, perdía hasta la camisa en el juego, seguro que ninguno de los presentes sospechaba que se encontraba ante el que, unos años después, fundaría una Congregación religiosa, y que, con el tiempo, iba a ser conocido en todo el mundo con el nombre de san Camilo de Lelis. Desde luego, nadie nace santo.
Camilo era alto, fuerte, de carácter violento. Se enroló como soldado mercenario. Lo que ganaba como soldado se lo gastaba después en tabernas y juego. Con frecuencia, se queda en la miseria y hasta tiene que pedir limosna. Trabaja en lo que sale.
Por aquellos días, sufre una extraña dolencia. Le aparece en la pierna una llaga que nunca acaba de curarse. Eso le hace frecuentar diversos hospitales, y entrar en contacto con el mundo del dolor, al que, con el tiempo, acogería como patrono de los enfermos.
A los veinticinco años, cambia de vida. Siente la llamada de Dios, y decide hacerse capuchino. Su enfermedad se lo impide. Y, a fuerza de estar en hospitales, acaba por descubrir su verdadera vocación: cuidar de los enfermos. Y a ellos se dedicó el resto de su vida. Se hizo sacerdote y logró reunir a unos compañeros. Cada día, van a los hospitales de Roma, y se preocupan especialmente de los que nadie atiende, los desahuciados, los contagiosos. Los lavan, los curan, y, sobre todo, les dan cariño, se preocupan de ellos.
Al crecer el número de sus seguidores, Camilo amplía su radio de acción, y atienden también otros hospitales fuera de Roma. Incluso les encargan la asistencia sanitaria del ejército.
Surgen problemas dentro de su misma orden, y Camilo tiene que dejar el gobierno de la misma. Pero se preocupa de que se mantenga vivo el espíritu que dio origen al grupo: la atención y el cuidado a sus enfermos.
Con los años, las dificultades aumentan. El cuerpo de Camilo se ha convertido en un largo historial clínico: la llaga de la pierna sigue dando lata, tiene problemas de estómago, padece hernia... Experimenta en sí mismo los sufrimientos que él trata de aliviar en los demás.
La verdadera paz le llegaría el 16 de julio de 1614, cuando Dios llama al antiguo jugador, que ahora sí que consigue su mayor triunfo: ganar el cielo.
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