domingo, 12 de noviembre de 2023

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, A

Como hemos escuchado en la monición de entrada, una vez pasada la celebración de todos los Santos, nos dirigimos hacia el final del año litúrgico, teniendo en el horizonte el comienzo el tiempo de Adviento.

En todos estos domingos, hasta que cerremos el año litúrgico las lecturas nos van a pedir que estemos como en una actitud de alerta ante lo que serán los acontecimientos finales de nuestra vida y de nuestra historia, el día de los difuntos ya nos avisó un poco sobre esto, es necesario estar preparados ante unos sucesos que nos son completamente desconocidos, no sea que nos pase como a las jóvenes del evangelio nos coja desprevenidos, con las lámparas apagadas y nos encontremos con las puertas cerradas y sin poder entrar.

El llamarnos la atención sobre los acontecimientos finales no tiene como objetivo el meternos el miedo en el cuerpo, pues si hay una palabra que define a nuestro Dios y que repetimos cada domingo es que el Dios de Jesús es sobre todo Padre y un padre misericordioso. Otra cosa es que a mí como ser humano, me de cierto reparo el hablar sobre la muerte, y pensar en cuando llegará la mía, porque si hay algo seguro es que tengo que pasar por ella, nadie es eterno, todos tenemos escrito nuestro fin. Pero una cosa es esto ante lo que yo puedo sentir algún que otro escalofrío, y otra que dude de la misericordia de Dios, esto último es lo que no me puedo permitir.

El estar alertas ante el final debe también llevarnos a descubrir la cercanía del Dios de Jesús con cada uno de nosotros. No es un Dios al lado del hombre, sino el mismo Dios hecho hombre. Trascendente, pero humano, metido dentro de nosotros y que nos dará su Espíritu para que el sea nuestra fuerza. Un Dios que nos invita a vivir una de las mayores vocaciones que hemos recibido, la de ser imagen de ese Dios que nos ha creado.

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