Jesús va camino de Jerusalén y mucha gente le sigue con entusiasmo. Él no se deja llevar por la moda del momento y habla claro: seguirle es ponerle en el primer lugar, incluso por delante de los afectos más sagrados. Cuando dice “odiar” padre y madre usa un modo semita de hablar que significa “amar menos”, es decir, relativizar todo ante el amor absoluto a Dios. No contradice el cuarto mandamiento: al contrario, sólo quien tiene a Cristo en el centro aprende a amar mejor a su familia, sin convertirla en un ídolo. “Cargar con la cruz” no es buscar sufrimientos, sino asumir cada día la fidelidad del amor: perdonar cuando cuesta, sostener al enfermo en casa, cuidar del matrimonio, educar a los hijos en la fe, servir a los pobres. El Señor no nos pide heroicidades solitarias: Él va delante, y su gracia —recibida en la oración, la Palabra, los sacramentos— hace posible lo que por nuestras fuerzas no podemos.
Las dos parábolas del constructor y del rey nos invitan a “sentarnos” y discernir: el discipulado no se improvisa. Se trata de calcular no sólo el precio, sino sobre todo con qué recursos contamos: la gracia de Dios, la comunidad, la Eucaristía de cada domingo, la reconciliación que vuelve a empezar. “Renunciar a todos los bienes” no siempre significa abandonarlo todo materialmente, sino vivir libres de ataduras, sabiendo que nada es “absoluto” fuera de Cristo. El que se desprende puede compartir, obedecer la voluntad de Dios y decidir con libertad. Hoy el Evangelio nos pregunta con cariño y decisión: ¿qué vínculo, plan o cosa ocupa en mi corazón el lugar que corresponde al Señor? Si dejamos que Él sea el primero, todo lo demás encuentra su sitio, y nuestra vida —con su cruz y su alegría— se convierte en una obra bien construida para la gloria de Dios y el bien de los demás.
Las dos parábolas del constructor y del rey nos invitan a “sentarnos” y discernir: el discipulado no se improvisa. Se trata de calcular no sólo el precio, sino sobre todo con qué recursos contamos: la gracia de Dios, la comunidad, la Eucaristía de cada domingo, la reconciliación que vuelve a empezar. “Renunciar a todos los bienes” no siempre significa abandonarlo todo materialmente, sino vivir libres de ataduras, sabiendo que nada es “absoluto” fuera de Cristo. El que se desprende puede compartir, obedecer la voluntad de Dios y decidir con libertad. Hoy el Evangelio nos pregunta con cariño y decisión: ¿qué vínculo, plan o cosa ocupa en mi corazón el lugar que corresponde al Señor? Si dejamos que Él sea el primero, todo lo demás encuentra su sitio, y nuestra vida —con su cruz y su alegría— se convierte en una obra bien construida para la gloria de Dios y el bien de los demás.