Jesús habla con Nicodemo en la noche y le revela algo decisivo: solo el Hijo que ha bajado del cielo puede mostrarnos el corazón del Padre. “Ser levantado” alude a la Cruz y, al mismo tiempo, a la glorificación: como la serpiente de bronce en el desierto curaba a quien la miraba, así quien fija su mirada en Cristo crucificado–resucitado encuentra vida. No se trata de ideas complicadas, sino de un gesto de fe: levantar los ojos al Señor cuando nos muerden el pecado, el desaliento o la culpa, y dejar que su misericordia nos sane. La fe cristiana comienza así: mirando y acogiendo, más que haciendo; dejándonos encontrar por quien ha venido a buscarnos.
Por eso el versículo central lo dice todo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Dios no ama un mundo ideal, sino el nuestro, con sus heridas; y no envía al Hijo para condenar, sino para salvar. Creer es abrirle la puerta a ese Amor que no obliga, pero llama; es pasar de la desconfianza al abandono confiado. ¿Cómo se concreta? Mirando al Crucificado en la Eucaristía, llevando la cruz de cada día con Él, perdonando en familia como hemos sido perdonados, y acercándonos al sacramento de la Reconciliación cuando caemos. Así el Evangelio de hoy se vuelve camino: al dejarnos amar por el Padre en su Hijo, el Espíritu nos regala “vida eterna”, que comienza ya aquí como vida nueva.
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