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sábado, 8 de marzo de 2014

Primer Domingo de Cuaresma

Hemos comenzado el tiempo de Cuaresma hace tres días, mediante el rito de purificación y penitencia de la ceniza, y haciéndonos propósitos relativos al ayuno, la limosna y la oración; es decir, con el propósito de mejorar nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Pero, al hacerlo, descubrimos casi inmediatamente nuestra debilidad, que se manifiesta especialmente en la tentación. Por eso, la Palabra de Dios nos invita a reflexionar en este primer domingo de Cuaresma sobre esta realidad tan humana, y que, por eso, también experimenta Cristo.

Comienza el Evangelio diciendo que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu. Sucede después del Bautismo en el Jordán. Allí Jesús escuchó la voz que le llamaba “mi hijo amado, el elegido”. ¿Por qué precisamente después se va Jesús al desierto llevado por el Espíritu? ¿Es que no fue suficiente con la experiencia del Jordán? Esta secuencia expresa una ley de vida, especialmente en la experiencia religiosa: Dios nos elige gratuitamente, pero nosotros debemos responder eligiéndolo a Él, y esta respuesta debe superar enormes dificultades y tentaciones, es una verdadera lucha, un camino por el desierto. En Jesús, hijo de Dios, pero hombre en sentido pleno, también es así. Por ello, estas tentaciones no son sólo experiencias puntuales que Jesús sintió una vez y superó para siempre, sino que son las tentaciones permanentes de todo su ministerio, que son además las tentaciones básicas o axiales a las que estamos sometidos todos los seres humanos.
Que las piedras se conviertan en pan es la tentación ligada a nuestras necesidades y a nuestra debilidad, la de usar del poder de que disponemos (y todos disponemos de alguno: responsabilidad, capacidad de decisión, conocimientos, etc.) en propio beneficio y no para aquello que se nos ha concedido. El tentador dice: “Si eres el Hijo de Dios...” La tentación a veces nos quiere convencer halagándonos: oye, que eres el director, para algo te han dado la responsabilidad, además tú tienes también tus necesidades, el que parte y reparte se lleva la mejor parte... Pero las piedras no son pan y yo no tengo derecho a cambiar las cosas simplemente en beneficio propio.
 
La segunda situación es una oferta tentadora: el tentador le ofrece a Jesús lo que éste realmente quiere: el mundo entero. Jesús quiere ganar el mundo para Dios. Pero el tentador le ofrece alcanzar esa meta buena postrándose ante el mal. Es una tentación frecuente (realmente diabólica) tratar de conseguir buenos fines con malos medios. Es la teoría, defendida o condenada, pero tantas veces practicada, de que el fin justifica los medios. Eso significa inclinarse ante el mal y adorarle.
 
En la tercera (“tírate del alero del templo”) más que ser nosotros tentados, tratamos de tentar a Dios. De nuevo “si eres Hijo de Dios”: si eres creyente y Dios existe que haga esto o lo otro... De qué sirve creer en Dios si luego no te va mejor que a los demás. Jesús pudo tener la tentación de hacer cosas maravillosas para suscitar la aceptación de los demás. A veces claramente fue tentado en este sentido por otros, como Herodes que le pidió hacer algún milagro. Jesús siempre se negó a tentar a Dios, a usar su poder como magia o espectáculo, a seguir el camino del éxito fácil. Nunca hizo milagros para suscitar la fe, sino que exigía la fe como condición para curar, liberar, perdonar. La fe, condición y no consecuencia de los milagros de Dios, no puede ser un negocio.

Jesús ha elegido otro camino: ni se aprovecha, ni se alía con el mal, ni busca el aplauso fácil. Elige a Dios, se somete a su voluntad, camina por la senda empinada y entra por la puerta estrecha: es el camino del servicio, de la verdad y de la entrega, el camino que le lleva a Jerusalén, donde entregará su vida en la Cruz.
Es el camino de la autenticidad y de los bienes verdaderos, duraderos y que nos salvan. En Jesús vemos que, sin bien la tentación es inevitable, no lo es el ceder a ella. Y si, en ocasiones, es bien difícil superarla, unidos a Cristo, que ha vencido al tentador, es posible. Si a veces sentimos que nuestra debilidad ha sido mayor que nuestra resolución y voluntad de bien, podemos volver al Maestro bueno que se ha sometido a la tentación por amor nuestro, y recibir de Él el perdón, “pues no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas como nosotros, menos el pecado” (Hb 4, 15).

jueves, 22 de agosto de 2013

Ayer nos visitaron

En Padrón, la última de las etapas del Camino Portugués a Santiago, ya no es raro participar en una Misa en la que te encuentres con gentes de cualquier lugar del mundo. Un ejemplo de ello, fue ayer, en la que, en la Misa parroquial de las 20:30 h, junto a un grupo del Camino Neocatecumenal de Cieza, en Burgos, acompañados por un sacerdote, se encontraban Mons. Edwrd J. Weisenburger -obispo de Salina, Kansas City-, el arzobispo de Oklahoma City Mons. Paul Stagg Coakley, junto a seis sacerdotes más venidos de sus diócesis (los americanos comenzaron el camino en Barcelos (Portugal) y tenían prevista su llegada hoy a Compostela), además de numerosos peregrinos llegados de varios lugares de España y Portugal.
























 
 
 
 



viernes, 1 de febrero de 2013

IV Domingo del Tiempo Ordinario

El texto evangélico de hoy nos muestra el desenlace de la escena de la sinagoga de Nazaret. Es difícil explicar el cambio que dan los oyentes desde la aprobación admirativa al odio mortal hacia Jesús, cuando éste les dice que, al igual que los profetas Elías y Eliseo, él no ha sido enviado sólo a los judíos. Los paisanos de Jesús, que lo conocieron desde pequeño, son incapaces de superar el escándalo de la encarnación de Dios en la raza humana. ¿Es que puede ser el mesías el hijo de María y José? ¡Imposible!
Lucas -cuyo evangelio leemos en este ciclo- adelanta ya al comienzo de la predicación de Cristo la suerte final del mismo. Rechazados él y su mensaje por el pueblo judío, su evangelio de salvación alcanzará a otros pueblos. Se inaugura así la misión entre los paganos o gentiles, tema querido de Lucas y que expondrá sobre todo en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Dos ideas mayores se desprenden del texto profético que Cristo convierte en su programa de acción: 1ª. Jesús se declara como el Ungido por el Espíritu. 2ª Para la liberación del hombre. El aspecto de la liberación ha sido el tema del domingo pasado. En el presente nos fijaremos en el Espíritu que constituye a Jesús mesías (= ungido), el Espíritu que habló por los profetas (1ª lectura), y que actúa en nuestra propia existencia y en la comunidad eclesial con los múltiples carismas y dones del Espíritu, a los que da unidad y valor el mayor de todos ellos: el amor de Dios derramado en nuestros corazones (2ª lectura).
Es un triste hecho de experiencia: el Espíritu Santo no es suficientemente conocido y vivenciado por la mayoría de los cristianos. Vale la pena dedicar nuestra reflexión y anuncio de hoy a la persona trinitaria del Espíritu, a su relación con Jesús, y a su acción en la vida y misión de la Iglesia.
 
"Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida" La personalización del Espíritu de Dios no aparece en todo el Antiguo Testamento, sino en la revelación neotestamentaria, al realizarse también la personalización de la Palabra eterna de Dios por la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo. A partir de ese momento la relación entre el Espíritu y Cristo se expresa en términos personales, como de hecho lo es en el círculo trinitario en que viven estas personas preexistentes. Una Palabra personal pide un Espíritu personal también. Por eso, cuando Jesús se despedía de sus discípulos, se refirió al Espíritu (cinco veces) en términos personales e individualizantes: "otro" defensor, Espíritu de verdad, Espíritu Santo; y especificó sus tareas concretas.
 
Sin embargo, tratar de adentrarnos en el ámbito del Espíritu, hemos de reconocer nuestra connatural dificultad para captar y expresar el misterio estremecedor y fascinante de Dios Espíritu.
 
Para algunos cristianos el Espíritu Santo aparece en el horizonte de su fe y vida religiosa como una persona de categoría inferior dentro de la Santísima Trinidad, con una naturaleza, misión y actividad abstractas y menos definidas que el Padre o el Hijo. La tercera persona parece serlo también en rango. Quizá sea ésta la primera causa de un malentendido.
 
No obstante, el Espíritu es Dios como el Padre y el Hijo, pues es el Espíritu de ambos, actuando en igualdad con el Padre y el Hijo desde el principio del proyecto salvador de Dios para la humanidad. Es lo que confesamos en el credo o profesión de fe: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas".
 
Acción del Espíritu en la Iglesia. En Cristo Jesús, que era Dios y hombre, el rostro invisible de Dios se nos hizo próximo y perceptible hasta cierto punto. Jesús habló mucho de Dios Padre y de sí mismo como el Hijo enviado por Él; también, hacia el fin de su vida, mencionó y prometió repetidas veces, el Espíritu Santo. Además de estas referencias de los Evangelios al Espíritu, encontramos otras en los Hechos y en las Cartas apostólicas, con relación a la acción del Espíritu en la comunidad de la Iglesia, en la asamblea de los bautizados en Cristo.
Llegada la plenitud del tiempo mesiánico mediante el reino de Dios que Jesús inaugura, el Espíritu se derrama sobre todo creyente y sobre la comunidad de fe que es la Iglesia. En ella se continúa la misión de Cristo mediante el envío y acción del Espíritu, que es visto como fuerza e irradiación de Cristo resucitado y como prolongación de su presencia y acción en la historia humana, en el mundo y en la comunidad pascual que es el pueblo de Dios, la Iglesia.

Pues bien, el don del Espíritu no es exclusivo de la jerarquía eclesiástica, como lo demuestran los textos paulinos sobre la diversidad y unidad de los dones espirituales, los criterios de su autenticidad y la primacía que, entre los carismas, ostenta la caridad o amor cristiano (2ª lectura). No puede haber comunidad sin comunión, sin amor; es decir, sin el Espíritu de Dios que es su amor en nosotros. Así, un mismo y único Espíritu es el que anima la vida interna de la Iglesia y su proyección misionera.