En nuestra vida diaria, fácilmente podemos caer en la trampa de buscar signos y milagros que validen nuestra fe, olvidando que la fe verdadera no necesita constantes demostraciones externas para ser real y viva. Jesús nos llama a una fe que no depende de lo que podemos obtener de Él, sino de una relación profunda y personal que se nutre de su enseñanza y de nuestra confianza en su palabra. A medida que seguimos su camino, enfrentamos los desafíos y las dificultades de la vida no con un espíritu de temor o desesperanza, sino con la certeza de que, al igual que el maná sostuvo a los israelitas en el desierto, la presencia y la palabra de Jesús nos sostienen y guían hacia la vida eterna. Esta es la fe que debemos cultivar, una fe que nos permite reconocer a Jesús como el verdadero pan de vida, cuya presencia sacia nuestra más profunda hambre y sed.
domingo, 4 de agosto de 2024
Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, B
En el pasaje del Evangelio según San Juan que leemos hoy, Jesús nos confronta con una enseñanza profunda sobre la esencia de nuestra fe. Él revela a sus seguidores, y a nosotros hoy, que la verdadera búsqueda no debe centrarse en las necesidades terrenales y temporales como el pan que sacia momentáneamente el hambre. Más bien, nos invita a anhelar y trabajar por el "pan del cielo" que ofrece sustento eterno. Esta exhortación nos llama a reflexionar sobre nuestras propias motivaciones: ¿Buscamos a Jesús por lo que puede ofrecernos aquí y ahora, o por el deseo genuino de una comunión eterna con Él? Esta pregunta no es solo retórica; es un desafío a vivir una fe que trasciende lo material y se enfoca en lo espiritual y eterno.
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