Cuenta el Nuevo Testamento (Hch 1, 9ss.) que Jesús, una vez resucitado, permaneció en Palestina unos cuarenta días. Se apareció a sus discípulos en varias ocasiones y llegó a presentarse, según los relatos del nuevo testamento, hasta a quinientas personas. Pero quiere hacer de su resurrección algo discreto. No se le verá más en olor de multitud. A partir de ahora se dedica a predicar exclusivamente a sus más allegados, a los cuales confortará, exhortará, y dará instrucciones sobre su futuro. (1 Cor 15, 3-8)
Al principio los apóstoles están estupefactos –y en ocasiones hasta incrédulos– y vislumbran la gloria de Jesús, pero ven su humanidad, que mantiene la señal de los clavos y la herida de su costado. Ante ellos, habla, come, conversa, pasea. Es cierto que presenta signos de gloria, pero también señales de humanidad, aunque con una mayor perfección.
Al cabo de aquellos días y después de avisarles de que iba a partir, se alejó con sus más allegados y con su madre (ésta destaca en la pintura, en un lugar relevante y con manto azul) y, tras bendecirles, ascendió en su presencia hacia lo alto hasta ocultarse. Los discípulos quedaron conmovidos y tristes en un principio, pero se presentaron dos ángeles que les confortaron y llenaron de alegría, tal y como lo dibuja Giotto. También nos enseña cómo es recibido Jesús en su morada celestial por multitud de ángeles.
Desde ese momento, los discípulos no se separaron, esperando una promesa que les hizo Jesús: vendrá sobre vosotros el Espíritu Santo. En el cenáculo aguardaron pacientemente el acontecimiento, a partir del cual se pusieron a divulgar el mensaje del Evangelio por todo el mundo conocido. Y a esos discípulos sucedieron otros hasta el día de hoy.
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