El 15 de agosto, la Iglesia celebra una
de sus fiestas más queridas, referidas a la Virgen María. Aquella, que siendo mujer de carne y hueso, de
naturaleza humana, encontró la gracia a ojos de Dios para ser la madre del
Salvador, llevar en su seno al Hijo de Dios y ayudarle a crecer en su vida
terrena. Aquella mujer, inmaculada
a lo largo de toda su vida, tras un momento denominado piadosamente de
"dormición", fue elevada, "asunta",
en cuerpo y alma al Reino de Dios, compartiendo la resurrección de Jesús y
siendo glorificada, justo al terminar los días de su vida terrenal.
Esto es lo que la Iglesia celebra en
esta señalada fiesta: la ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA. Una mujer, como
cualquiera de nosotros, dio un sí total a Dios, con una fe inquebrantable en
Él, para que, sin dejar de ser divino, pudiera acercarse al ser humano,
compartiendo también su misma naturaleza mortal, para mostrarle el camino hacia
la felicidad, el camino de vuelta hacia Dios. Y tras una vida de plena
dedicación a su hijo Jesús, Dios le dio el sí total a María, dándole la vida
definitiva y plena del cielo.
Así, María se constituye, para el género
humano, en un ejemplo a seguir, en un modelo cierto de todo lo bueno que la
naturaleza humana puede llegar a hacer, con la ayuda de la gracia de Dios, y en
un modelo de apoyo y de esperanza de los beneficios que estamos llamados a
compartir: la salvación, bienaventuranza y felicidad plenas desde la
resurrección de Jesucristo.
Esta verdad de fe, la asunción de María al cielo en cuerpo y alma, fue
elevada a la categoría de dogma por el Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950,
en la Constitución Apostólica "Munificentíssimus
Deus".
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