Los dos dogmas más recientes, el de la Inmaculada Concepción y el de su Asunción, son complementarios, y ambos, definidos en nuestros días, quieren salir en defensa del hombre, de cada uno de nosotros.
Desde el siglo XVI, con el triunfo de determinadas ideas renacentistas, el hombre moderno se ha ido endiosando más y más; pero paradójicamente, también desde el siglo XVI, con el nacimiento del protestantismo, el ser humano se ha rebajado, hundido y minusvalorado como nunca antes.
Ambos dogmas, el de la Inmaculada y la Asunción, son definidos con valentía y sin complejos por grandes Papas de nuestro tiempo para equilibrar nuestra humanidad. Y ello para que no triunfen la gloria y el ensalzamiento del hombre a costa de la muerte y desaparición de Dios, ni la gloria y el ensalzamiento de Dios a costa de la negación del hombre.
La Asunción lleva al extremo, de forma coherente, el final de la vida de María, la llena de gracia. Si ella, desde el comienzo era toda de Dios, a Él le pertenece para siempre. Por eso María es asunta. Vemos aquí nuestro origen y nuestro fin: salimos de Dios y volveremos a Él.
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