En la fiesta de Cristo Rey, el Evangelio nos muestra a Jesús “reinando” desde un lugar que nadie esperaba: la cruz (Lc 23,35-43). No lleva corona de oro, sino de espinas; no manda con gritos, perdona en silencio. A su lado, dos crucificados: uno se burla, el otro se atreve a pedir con humildad: “Jesús, acuérdate de mí”. Y Jesús, aun con el dolor a cuestas, le regala lo más grande: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Así es su realeza: no pisa a nadie, levanta; no excluye, abraza; no humilla, dignifica. Su trono es la cruz porque su poder es amar hasta el final.
Para nosotros, que vivimos entre prisas, comparaciones y miedos, esta es una gran noticia: siempre se puede volver a empezar. No necesitamos discursos perfectos; basta una oración sincera. Cuando decimos “Jesús, acuérdate de mí” —en la Misa, en la Confesión, en el cuarto antes de dormir— Él entra en nuestra historia y la cambia desde dentro. Nos enseña a reinar “a su modo”: perdonando, diciendo la verdad sin herir, poniendo a los últimos en primer lugar. Esta semana, hazte esta pregunta: ¿dónde quiero que reine Jesús hoy? Y repite con el buen ladrón: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. Ahí empieza la verdadera victoria.
Para nosotros, que vivimos entre prisas, comparaciones y miedos, esta es una gran noticia: siempre se puede volver a empezar. No necesitamos discursos perfectos; basta una oración sincera. Cuando decimos “Jesús, acuérdate de mí” —en la Misa, en la Confesión, en el cuarto antes de dormir— Él entra en nuestra historia y la cambia desde dentro. Nos enseña a reinar “a su modo”: perdonando, diciendo la verdad sin herir, poniendo a los últimos en primer lugar. Esta semana, hazte esta pregunta: ¿dónde quiero que reine Jesús hoy? Y repite con el buen ladrón: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. Ahí empieza la verdadera victoria.


















